lunes, 25 de enero de 2016

El valor real frente al valor “real” de una moneda

por: Sebastián Dueñas

Este artículo no tiene nada de fantástico, lo que sería contrapuesto a la realidad, más bien trata de una pequeña historia personal que me ha acompañado a lo largo de estos años inmerso en el mundo de la numismática. Cabe señalar que aunque actualmente mi colección es algo ecléctica, en sus inicios tuvo una inclinación mayor hacia lo nacional, que viene a ser el centro de este cuento.


Cuanto tenía unos 7 u 8 años de edad, si no fue antes, recibí las primeras monedas ecuatorianas y de otros países como obsequio de mi abuelo materno. Ocurre que cada fin de semana que visitaba su casa, a modo de distraer a su nieto, él me mostraba su “colección” de monedas, que la verdad era una acumulación de lo que había reunido en cada uno de sus viajes. Como es común en varios hogares, mi abuelo guardaba sus monedas en una caja de lata, todas juntas, indiferentes para los ojos de la mayoría de personas. Sin embargo, para mí, el abrir esa caja y hurgar entre las monedas descubriendo colores, texturas, tamaños y materiales diferentes, era la ilusión de cada semana.


Paulatinamente, mi abuelo al ver que mi interés crecía cada vez que me mostraba la caja, me regalaba una moneda por vez, y de esta manera debe haber transcurrido algún tiempo, de forma que fui acumulando mi propia “colección” de monedas. Algunos años más tarde, retomé mi afición por estos objetos metálicos y descubrí mi mayor afición, entonces supe que podía hacer más por mis monedas, podía organizarlas y protegerlas del ambiente, comencé a estudiarlas en catálogos y a fijarme en sus detalles, es decir, empecé a convertirme en un coleccionador de verdad, y mejor aún, en un numismático.


Pero el centro de esta historia no es el después, sino el antes de mi vida como numismático. Recuerdo que mi abuelo guardaba una moneda especial en su billetera, la misma que iba siempre con él, a donde fuera. Esta moneda era especial pues representaba una especie de cábala para él. Era una moneda con residuos de grasa en toda su superficie, debido a que mi abuelo trabajó su vida entera en su taller automotriz, y dado que llevaba dicha moneda todo el tiempo con él, esta guardaba el rastro de su manipulación. Pues bien, la referida moneda no era otra que un medio décimo de 1902 de Ecuador, nada raro, pero con un valor que iba más allá del nominal y mucho más allá del real.


A lo largo de estos años he juntado muchos medio décimos, algunos de 1902, incluso en condición sin circular, pero ninguno se parece al que tenía mi abuelo. Y digo tenía porque ahora forma parte de mi colección. No la recibí cuando el todavía llevaba las riendas de su taller, sino recientemente cuando dejó su trabajo y decidió obsequiarme el resto de las monedas que aún conservaba en aquella vieja caja de lata. Pero su moneda preferida y compañera nunca se encontraba en esta caja, sino en su billetera. Ocurre que los años no pasan en vano y por alguna razón desconocida para mí, el medio décimo había sido depositado en la caja, por ende, llegó a mis manos.


Esta moneda es para mí una de las más valiosas de mi colección, obviamente no por su valor real, sino por su valor “real”, el valor agregado que cada pieza de una colección tiene, que en este caso particular, corresponde a una historia que me ha acompañado siempre y que me recuerda a este gran y querido personaje que, tal vez involuntariamente, ocasionó mi incursión al mundo de la numismática.
 

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